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[El Perú en el siglo XXI. Luis Pásara, editor. Lima: Fondo Editorial de la Universidad Católica, 2008.]

Carlos Manuel Indacochea

Autoexiliado desde fines de la década de 1980, Luis Pásara nunca terminó de irse. Aunque ha demostrado que su talento y excelencia intelectual no solo son válidos en el Perú —ha destacado como periodista, sociólogo del derecho y especialista en reforma judicial en media docena de países—, ha llevado consigo al país no solo en la formalidad del pasaporte sino, sobre todo, en la preocupación constante de su quehacer periodístico y académico. Sus lectores sabemos que no se ahorra crítica alguna —aunque desproporcionada en ciertos casos— y que, a pesar de sus frases severas, de sintaxis cartesiana y vocación de sentencia, el viejo y dolido afecto por el país en el que se hizo está siempre detrás de sus esfuerzos por entenderlo y explicarlo.
Ahora profesor e investigador de la Universidad de Salamanca, Pásara organizó desde el Instituto Interuniversitario de Iberoamérica, en mayo pasado, una reunión de especialistas peruanos, españoles y algún estadounidense —académicos, responsables de políticas y formadores de opinión— para examinar la situación y el curso probable del país a poco de iniciado el siglo. El resultado es la selección y edición de trabajos que reseñamos y que publica en el volumen Perú en el siglo XXI el Fondo Editorial de la Universidad Católica.
La selección de autores es de muy alta calidad. Entre los peruanos, están varios de los más prestigiosos profesionales en su campo, trátese de filosofía, historia, derecho, sociología, economía, política exterior, o periodismo. Así, lo primero que llama la atención es que tan amplia variedad de aproximaciones se distribuya en solo dos periodos temporales alternativos como espacio de análisis: todo el siglo XX o los últimos treinta años. Lerner alude a esa dicotomía cuando se refiere a las raíces inmediatas y remotas de la formación cultural del Perú y toma partido —sin duda desde su experiencia con la Comisión de la Verdad y Reconciliación— por el pasado reciente. Más allá de cualquier antecedente histórico de la formación o devenir del Perú, nuestro presente desigual, discriminador, racista, e indiferente frente a las condiciones de vida de la mayoría, es (re-)construcción reciente y reiteración actual.
En cambio, si atendemos al diálogo —quizá no intencional, pero sí de facto— entre Cotler y Rénique, verificamos que la esperanza y el fracaso del que nos habla este último son recurrentes en varios planos. Con detallada solvencia Rénique narra más de cien años de diálogo entre los intelectuales y los políticos (que, más de una vez, es uno y el mismo).
Entre el trabajo intelectual que produce ideologías de vocación transformadora —la tradición radical— y la propia acción política se dan incongruencias, imposturas —y resultados concretos— que desalientan a los fundadores de “nuevas eras” pero, al mismo tiempo, según da cuenta Cotler con pruebas abundantes, dejan la acción de gobierno al arbitrio de caudillos, frustran a los movimientos y grupos sociales y hasta producen catástrofes de las que la insurgencia terrorista han sido la expresión más grave y prolongada. Entonces, llega la hora de la “mano dura” que, además de reprimir y ocultar la represión con mayor o menor éxito, parece afirmar en la memoria de los peruanos las supuestas bondades del autoritarismo, gracias a la aparente ausencia de conflicto social que lo acompaña.
Esa es probablemente la base más firme de los resultados contradictorios en la lucha por los derechos humanos de la que nos informa Ernesto de la Jara. Por un lado, se ha avanzado considerablemente, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, en investigar y establecer lo ocurrido en los años de violencia, en someter a algunos de los mayores responsables a proceso judicial y es de esperarse, a condenas significativas. Por otro, la versión autoexculpatoria, e intencionadamente mendaz, que difundió el régimen de Fujimori de los crímenes cometidos por agentes del Estado —donde los acusadores se convierten en acusados— es moneda corriente entre parte significativa de las dirigencias políticas, incluyendo altos funcionarios del Estado, jefes militares y segmentos importantes de la población.
A pesar de la afirmación de Pérez Sánchez Cerro sobre la supervivencia de la APRA como partido, ninguno de los muchos que se ha fundado en el Perú ha alcanzado a operar mínimamente, durante periodo razonable, como organización de la voluntad colectiva de sus miembros. La “partidocracia”, tan denostada por Fujimori y sus aliados, es en buena parte invención. Es precisamente Julio Cotler quien observó, hace ya varias décadas, que los pretendidos partidos políticos peruanos tienen “jefes”, el más emblemático de los cuales era, por supuesto, El Jefe. Tinglados electorales, instrumentos de liderazgo personal e iluminado, que los partidos llegaran al poder por la vía electoral —o cualquiera otra— no supone que estuvieran en condiciones de acercar al Estado a desempeñar su hipotética función como representante del bien común o a gobernar en democracia.
Ello se constata en el deficiente desempeño de las funciones que se ha esperado históricamente del poder público: garantizar la seguridad interna y exterior, administrar justicia, administrar espacios públicos y bienes colectivos, o promover el desarrollo económico y social.
El breve informe de Fernando Rospigliosi sobre el estado de la Policía y las Fuerzas Armadas es revelador. De hecho, no interesa a los gobernantes asegurar que los uniformados cumplan sus funciones, sino simplemente apaciguarlos y convertir a sus mandos en aliados políticos. Si ello se da en un proceso de creciente inseguridad ciudadana (Policía) o vulnerabilidad militar exterior (Fuerzas Armadas), los gobernantes de turno esperan, con supersticioso fervor, no tener la “mala suerte” de que una asonada urbana, una agresión exterior, o una sublevación militar les toque precisamente a ellos.
Seguramente por razones de espacio, las soluciones que describe Rospigliosi son más bien limitadas. No se trata solo de “control civil” desde el Poder Ejecutivo y mediante un cierto tipo de organización ministerial. Con ser importante lo anterior, los peruanos requerimos incorporar al conjunto de las organizaciones armadas en el Estado y romper su acantonamiento social, incluyendo la producción de la doctrina militar, la eliminación del fuero militar y el manejo de las escuelas castrenses de formación y especialización, como parte del Estado republicano. Además, tenemos que reconocer que los cursos de acción de otros países no necesariamente nos convienen, por ejemplo, en materia de servicio militar. Pero, además, es indispensable distinguir entre policías y militares, con todo lo compleja que pueda ser la tarea. Se trata de distintas economías de la violencia y, por tanto, de modalidades de operación y diseños organizacionales diferentes. No es simplemente que la Policía sufra de “excesiva militarización”. En rigor, cabe intentar abandonar por completo el modelo castrense de organización policial en favor de otro, de tanta o mayor disciplina, que requiera, por ejemplo, tantos generales de Policía como almirantes de Policía.
La propia reforma, que con tan buen empeño y honestidad emprendieron el propio Rospigliosi, Gino Costa y Carlos Basombrío, pudo ser menos ambiciosa en vista de las limitaciones inherentes al contexto político en que se intentó. La propuesta no tiene por qué serlo.Por lo demás, nada ilustra mejor las dificultades de reforma en el Estado que los sucesivos intentos de cambio en el Poder Judicial que tan minuciosamente examina Javier de Belaunde. Cambios de personas, grandes promesas, variación poco más que cosmética en los procedimientos, la reforma se detiene y revierte apenas el poder constituido advierte que puede volverse contra él. Entonces, sobrevive y prospera el malo conocido.
Junto con la década y media de violencia insurgente y su represión, el tema más llamativo de la reunión de Salamanca sobre el Perú ha sido el crecimiento económico reciente que ―aunque alto y prolongado― parece estar llegando a su fin. Crecimiento desigual, que beneficia a unos pocos y que cierra uno de los más escandalosos ciclos de redistribución regresiva del ingreso y la propiedad, donde la pobreza retrocede solo marginalmente y donde los avances de los actores económicos nacionales que los han tenido empiezan a mostrar su fragilidad. ¿De qué manera es este proceso distinto de otros periodos de bonanza? ¿Cómo llamarlo ‘desarrollo’?Alberto Gonzales ilustra abundantemente que la llamada lucha contra la pobreza, por irresponsabilidad política o incompetencia, tiene pocas consecuencias entre los pobres del campo y que, habiendo experiencias rescatables, no aparecen en el diseño y aplicación de nuevas políticas. Élmer Cuba se muestra más optimista respecto de la economía en su conjunto, pero no deja de advertir que el Estado no se ha hecho cargo (¿aún?) del papel que le corresponde. A contracorriente de la creencia común, Óscar Dancourt observa que, con mayor frecuencia que las políticas económicas internas, son las condiciones económicas internacionales las que históricamente han interrumpido procesos de crecimiento acelerado de la economía peruana.
Con información amplia y detallada, también Michael Shifter exige liderazgo nacional y advierte, a diferencia de la mantra de libre comercio y globalización que suele recitarse desde Washington, que sin un Estado consolidado y eficaz las ganancias en crecimiento de nuestro país ―de cualquier país― tienden a ser precarias.
Una y otra vez, desde sus varios ángulos disciplinarios, los autores observan y descalifican el comportamiento de las élites. En principio, la crítica se dirige a los liderazgos políticos, pero no deja de apuntar a empresarios y tecnócratas. Lo que Augusto Álvarez Rodrich observa en el comportamiento superficial de los poderosos supuestos o reales, se hace análisis muy bien documentado en la contribución de Francisco Durand. No es solo que la economía peruana se estancó, sufrió un severo colapso, fue reorganizada y empezó a crecer nuevamente. El proceso ha tenido el costo adicional de su desnacionalización, de modo tal que tanto más influyentes sobre la economía y sobre el poder político en el Perú son los gerentes de corporaciones transnacionales que los empresarios peruanos. Es posible que antes también fuera así, pero hoy es claro y ostensible.
Pareciera un exceso pedirle temas adicionales a un volumen de casi 420 páginas y sin embargo, acaso por sesgo profesional, es imposible no hacerlo.A pesar de que, como hemos observado, varios de los artículos recorren todo el siglo pasado y otros se concentran en las últimas tres décadas, en ninguno aparece la explosión demográfica peruana (de 1940 en adelante) como un fenómeno estructural digno de consideración. La reciente caída de la fecundidad solo merece una alusión marginal en la contribución de Alfredo Torres que, por lo demás, es un utilísimo recorrido estadístico-descriptivo de los niveles socioeconómicos y opiniones que solo decae cuando el autor hace interpretaciones ideológicas más bien arbitrarias.
¿Cómo es así que se nos escapa que el siglo XX peruano termina con una población que es más de cinco veces la de su inicio? Ningún fenómeno demográfico tiene consecuencias unívocas o automáticas, por supuesto, pero las muy mentadas migraciones del campo a la ciudad y la concentración de la población en la capital no fueron, de ningún modo, “abandono del campo”, y es dudoso que fueran “movilización social” en el sentido político de la expresión. Hoy viven en áreas rurales más del doble de las personas que en 1940, lo que no deja de sorprender dada la impotencia del agro peruano ―antes y después de la reforma agraria― para crear empleo. ¿Alguna relación tendrá ese crecimiento con la proporción en pobreza extrema de los campesinos que no migraron? ¿Alguna otra relación habrá tenido la explosión demográfica peruana con el “desborde popular”? ¿Estamos al tanto del súbito y acelerado envejecimiento de la población que se nos viene?
¿Es de alguna importancia para la situación de las mujeres en el Perú el que buena parte de ellas no esté más sujeta a la ruleta de la fecundidad espontánea? Porque es todavía el caso que las campesinas pobres lo están y que pocas cosas contribuyen más a la reproducción intergeneracional de la pobreza (que González menciona) que la alta fecundidad de las mujeres pobres.
Sin aproximación demográfica, los análisis de sociedad, política y economía carecen de una cierta gramática elemental: género y número.No es ajeno a lo anterior la larga presencia social, producción ideológica e influencia política del clero católico en el Perú, que solo aparece en algunas de las contribuciones y se lo menciona casi como si fuera un fenómeno natural. El Perú de nuestro siglo encuentra a la Iglesia de Roma todavía cobrando rentas al Estado y a sus clérigos comportándose como autoridades públicas y siendo tratados como tales. Tan prominente papel hubiera justificado el análisis de uno o más especialistas.
Por lo demás, es sintomático que ninguno de los autores mencionara la docena de años que nos separan del segundo centenario de la independencia. Es posible que no nos sintamos preparados para una fecha cuyo solo valor simbólico nos promete un balance desfavorable. O acaso, en términos más concretos, ello se relaciona con otras ausencias dado que el libro culmina en Los peruanos de hoy, es decir, apenas iniciado el siglo XXI. Brillan por su ausencia asuntos urgentes, que enfrentamos de cara al futuro y que debieran figurar en nuestra agenda de previsiones: el ya mencionado envejecimiento y los problemas de energía y cuidado del medio ambiente cuyas consecuencias ya enfrentamos y que solo tenderán a hacerse peores sin la aplicación decidida de políticas que tienen como requisito organizar y movilizar a la población.
En suma, El Perú del siglo XXI es un excelente intento de síntesis que, como el país que describe, no ofrece coherencia pero sí líneas clave de explicación. Por supuesto, se lo puede encontrar también desigual e incompleto sin que por ello deje de ser indispensable.